miércoles, 26 de septiembre de 2012

El paloduz


A los chicos de nuestra generación nos hubiesen querido contagiar el ébola y, probablemente, lo hubiésemos permitido. Otra cosa es que el virus hubiese sido capaz de hacer estragos en nuestros cuerpos acostumbrados a lo más inverosímil.

Uno de los dulces de moda era un palo de madera. Así como suena. Un trozo de rama que, al chupar, tenía un ligero sabor dulce e incrementaba la saliva hasta convertirla en una masa amarillenta. Con las dos pesetas que nos sobraban de comprar un chicle, a menudo adquiríamos un paloduz y nos podíamos pasar toda la tarde chupando y chupando. Hasta que, hartos del sabor a madera dulzona, terminábamos tirando el palo a la papelera, siempre a medias de terminar.

martes, 18 de septiembre de 2012

Puturrú de fua

En una época en la que la perversión se medía en versos y el escándalo se instalaba las nocheviejas con el pezón de una cantante italiana, cualquier estribillo pegadizo, por absurdo que fuese, se convertía en éxito casi inmediatamente.


Cuando aquellos tres tipos vestidos de bañador y de nombre extraño aparecieron por primera vez en la televisión, la gente no tardó en dejarse engatusar con el estribillo que repetían sin cesar. "No te olvides la toalla cuando vayas a la playa". Aquel uo, uo, salalá, ye, ye, ye ye se convirtió por acción sin omisión en la canción del verano. Y aún hoy, cuando echamos la vista atrás y recordamos nuestras pequeñas frikadas de antaño, nos cuesta poco sonréir cada vez que alguien habla de una toalla en verano y en nuestra cabeza empieza a sonar aquella absurda canción que hizo famosa un trío que se hizo llamar Puturrú de fua.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El manillar de triatleta

Los veranos de los años ochenta eran Tour de Francia y playa. La playa, para los madrileños, solía reducirse algún lugar de la costa valenciana y el Tour de Francia, para los españoles, era Perico Delgado, con sus glorias y sus miserias.

El Tour de 1989 nos volvió a poner sobre la realidad de lo que era Perico Delgado como ciclista. Era un escalador excelso, un loco de los descensos que alternaba días de almohadilla con otros de puerta grande. Cuando en aquel prólogo de Luxemburgo le vimos llegar a la línea de salida con casi tres minutos de retraso, todos supimos al instante que aquel año, como en otros atrás, nos iba a tocar la de arena.

Fue un Tour extraño, sin un patrón claro y con dos ganadores de la carrera jugándose el pan hasta la última semana. Cada segundo arañado por Lemond era respondido con un ataque feroz de Fignon. Todo ello hasta que, a cuatro jornadas del final, Fignon dejó a sus rivales camino de Villard de Lans y dejaba prácticamente sentenciada la carrera. De nada sirvió el intento de un desesperado Lemond durante la etapa posterior. El francés ya saboreaba el título y se mostraba arrogante ante los ojos del mundo.

La mañana del veinticuatro de julio los españoles nos levantamos con unas imágenes que dañan nuestro orgullo patrio. El altivo Fignon, molesto por la presencia de una cámara de Televisión Española en la estación de tren donde arriva el equipo Super U, lanza un escupitajo contra el objetivo mientras pone ojos de demonio. Con ello, Fignon se convirtió, de repente en el villano de todo un país. Y cuando alguien tiene un villano su primer objeto es desear su derrota.

La etapa final era una rara avis en una carrera tan tradicional como el Tour de Francia. Veintiún kilómetros contra el crono separaban Versalles de París. Poco después de que todos los corredores tomasen la salida, pudimos comprobar un nuevo elemento revolucionario que, a la postre, terminó por cambiar la historia. Fignon, con todo su desarrollo puesto, pedaleaba a golpe de riñón mientras sujetaba sus manos en los extremos del manillar y dejaba que el viento peinase su pelo rubio. Lemond, por su parte, se sujetaba sobre un manillar en forma de arco sujeto sobre la parte central de la bici. Encorvado, y rodando a una velocidad mayor, cortaba el viento gracias a sus postura a un casco con forma de pico en sus extremo.

La exhibición de Lemond se convirtió, por derecho propio, en uno de los mayores acontecimientos del deporte de nuestra infancia. La desventaja de cuarenta y un segundos la tornó en una ventaja final de cuarenta y nueve, lo que le permitió ganar el Tour por ocho segundos de diferencia. Cuando vimos a Fignon derrotado, en el suelo, no pudimos evitar esbozar una maliciosa sonrisa. Nos encanta encontrar villanos y, aún más, nos encanta ver como terminan siendo derrotados.