miércoles, 23 de noviembre de 2016

El Tato Abadía

En tiempos de analogía y sueños de papel, los niños crecíamos en la calle, inventábamos juegos y, cuando llegaba el verano, coleccionábamos cromos. No era una tarea sencilla; en primer lugar había que contar con el beneplácito económico de nuestros padres. Los sobres costaban diez pesetas, pero sumando de diez en diez, la colección se podía marchar a un pico y no a todos los padres les hacía gracia lo que ellos consideraban un despilfarro. Y, en segundo lugar, había que hacer frente, con resignación, a la colección de cromos repetidos que salían, en bucle y sin parar, un sobre tras otro.

Por eso, era común ver a cualquier chaval del barrio con un enorme taco de cromos repetidos y abordándonos para comprobar si, entre los nuestros, había alguno de los que a él le faltaban para la colección. Al ritmo de "sile, sile, nole, nole", pasábamos los cromos con destreza e íbamos intercambiándonos postales con el fin de terminar de rellenar un álbum que, en la mayoría de las ocasiones, siempre terminaba con algún hueco vacío.

Entre las estampas había auténticos adonis y estrellas del balompié. Nos fascinaban los últimos fichajes y presumíamos de cromo si nos tocaban tipos como Butragueño, Futre o Lineker. Pero en aquel fútbol de los ochenta también había tipos de perfil bajo y aspecto bizarro. Los hombres que perdían el pelo no se rapaban la cabeza buscando metrosexualidad y donde hoy vemos barbas hipsters entonces había bigotes poblados y viriles. Eran futbolistas que se manchaban de barro y bebían cerveza después de los partidos. No les importaba carecer de abdominales porque sólo se preocupaban de llegar al balón antes que el rival.

Entre aquellos tipos feotes y chaparros, destacaba un centrocampista que se desenvolvía sobre la banda derecha del Logroñés. Abadía, apodado "El Tato", era un futbolista cumplidor de bigote negro, calvicie prominente y piernas arqueadas. Se manejaba de maravilla sobre el barro de Las Gaunas en invierno y era un soldado abnegado durante la larga temporada. Entre sus logros, guarda en la memoria, un tiro de volea en el Bernabéu que acabó en gol. El día que el Logroñés empató a dos en Chamartín y saltó la banca.

miércoles, 20 de julio de 2016

Emilio Butragueño


Generalmente, el fútbol español había estado trufado por tipos duros y de rictus serio. Tipos que no fiaban y que disparaban antes de preguntar. Bigotes hoscos, mandíbulas cuadradas, cejas rotas y algún diente perdido en el césped embarrado de algún estadio del norte. A medida que el fútbol anglosajón iba modernizando sus mitos, los nuestros seguían siendo tipos serios que se tomaban el fútbol como una cuestión de vida o muerte, ignorando que, como bien dijo Bill Shankly, es algo mucho más importante que todo eso.

En la primavera de 1983 debutó en Primera División y tipo antagónico. Era bajito, endeble, guapo y tímido. Parecía, a priori, que tenía todas las condiciones para fracasar, pero triunfó. Lideró, junto a una pandilla de amigos, el mejor equipo del Real Madrid en mucho tiempo y se convirtió en la punta de lanza de la selección Española. El chico, de apellido Butragueño y apodado "El Buitre", deslumbró al mundo durante una madrugada en la que nos mantuvo en vilo a los cuarenta millones de españoles. Era una tarde soleada en la ciudad mexicana de Querétaro y el chico le hizo cuatro goles a Dinamarca en el partido de octavos de final del campeonato del mundo.

No tardó en convertirse en icono pop y en el objeto de deseo de millones de jovencintas. Las madres le bautizaron como el yerno perfecto y los chicos, en el descampado, intentábamos imitar sus regates en seco. Muchos se cosían un número siete en una camiseta blanca y los que éramos del Atleti hubimos de sufrir sus genialidades durante más de un lustro. Tipos como él le cambiaron la cara al deporte español.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Superpop


Durante muchos años, la revista Superpop se convirtió en el semanario de cabecera de las adolescentes españolas. Con una portada donde, generalmente, se mostraba al hombre guapo del momento, la revista intentaba captar la atención de las chicas haciéndolas creer que siguiendo sus pasos conseguirian convertirse en las princesas que soñaron de niñas.

Lo que en principio nació como una revista musical se fue convirtiendo en un magacine de tinte sensacionalista donde con una portada con la foto del guapo oficial del momento, intentaban atraer a los adolescentes, siempre tan dados al fenómeno fan.

Con el tiempo, la tirada fue disminuyendo, hasta que la Superpop se convirtió en una imagen más dentro de la demografía agreste de cada kiosko. Pero atrás quedaban miles de poster en miles de habitaciones y cientos de test realizados por cientos de chicas dispuestas a perseguir una quimera.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Gol de Señor

En una época en la que nos hemos acostumbrado al caviar, cabe recordar que, durante muchísimos años nos estuvimos alimentando de patatas cocidas. De vez en cuando, para acompañar, nos encontrábamos con un filete bien apañado y nos creíamos estar nadando en la opulencia. En el fútbol de hoy, la selección española es una referencia a nivel mundial. Las dos Eurocopas y el Mundial ganados durante la última década nos acreditan. Y, sobre todo, nos acredita un estilo que nos han convertido en únicos.

Pero hubo un tiempo en el que nos aferrábamos equivocadamente a una furia que jamás daba resultado. Viajábamos a los campeonatos pronosticando el día que regresaríamos a casa y, más temprano que tarde, terminábamos acertando en nuestros pronósticos. En ese oasis de logros importantes, nos conformábamos con cualquier victoria épica. Y para nuestra generación no hubo victoria más celebrada que aquella ante Malta el día veintiuno de diciembre de 1983.

Para ponernos en situación digamos que España necesitaba ganar a Malta por once goles de diferencia si quería clasificarse para la Eurocopa a celebrar en Francia durante el verano siguiente. Aquel era el último partido del grupo y, a diferencia de ahora, estos partidos no se jugaban en simultáneo con los de los rivales del mismo. El principal rival en la clasificación era Holanda, quien se había repartido similiares triunfos con España con la diferencia de que ellos habían hecho diez goles más. Para empatarles a puntos había que ganar. Para sobrepasarles en el goal average, había que ganar por once goles. Nadie confiaba en ello.

Y menos se confiaba aún cuando el final de la primera parte reflejaba un exiguo tres a uno a favor. El pesimismo se acrecentaba cuando nos acordábamos de que incluso habíamos errado un penalti. No estábamos para concesiones, poer las estábamos cediendo. Sin embargo, como una brújula manipulada con un imán, la aguja viró de golpe y apuntó al norte. Fueron entrando los goles. A los tres que había anotado Santillana en el primer tiempo se sumaron otro más del cántabro, cuatro del Poli Rincón, dos de Maceda y uno de Sarabia. Quedaban cinco minutos para el final y solamente faltaba un gol para completar la gesta. Hubiese sido demasiado cruel terminar así.

Entonces ocurrió lo que ya todos estábamos esperando. Un balón suelto le llegó a Juan Señor, centrocampista del Real Zaragoza, en el borde del área y Juan Señor la pegó con el alma. La pelota entró mordida, junto al palo y todos nos abrazamos en los salones de nuestras casas. Aquel gol y aquel gallo mítico del locutor José Ángel De la Casa mientras perdía la voz relatando el momento, se grabaron para siempre en la memoria colectiva de un país que tuvo que esperar casi tres décadas para comenzar a celebrar títulos de verdad.

miércoles, 27 de enero de 2016

Air Jordan

A finales de los años setenta, la NBA era una competición donde jugaban unos cuantos jugadores con mucha clase pero cuyo fin, antes de la competición, era la gloria personal. Equipos desestructurados, una liga mal organizada y el cada vez, menor interés de un público que abarrotaba estadios de otros deportes, fueron factores casi decisivos para que la que hoy es la liga más glamourosa del mundo, estuviese a punto de pasar a la historia por una liquidación por cierre.

Entonces aparecieron dos tipos dispuestos a prolongar su rivalidad desde la universidad hasta las canchas profesionales. America los recibió como el duelo definitivo entre el chico negro atlético y divertido y el chico blanco serio y estricto. Magic Johnson y Larry Bird, o en la extensión de sus equipos, Los Ángeles Lakers y Boston Celtics, se enfrentaron en tres finales de la NBA durante la década de los ochenta y millones de espectadores nos encontramos, atónitos, ante una nueva manera de concebir el baloncesto y, por ende, el deporte.

Entre tanto ruido mediático apareció la figura de un chico negro espigado, fibroso y siempre con una sonrisa en la boca. Aquella aparición significó el cambio definitivo de generación. La empresa deportiva Nike, por entonces en horas bajas, se lo jugó todo al número veintitrés y firmó un contrato millonario con el joven jugador. Algunos pensaron que era una locura pagarle ese dinero a un chico recién aterrizado en la liga, pero el tiempo terminó por darles la razón y unos grandes beneficios.

En el concurso de mates celebrado en Chicago en febrero de 1988, Michael Jordan, el joven y espectacular nuevo chico de Nike, asombró al mundo con un salto a canasta desde la línea de personal. La ejecución fue tan perfecta que aquella silueta en el aire quedó como imagen corporativa de un modelo de zapatillas que dio la vuelta al mundo. Nike lanzó las Air Jordan y las vendió en tal cantidad que hubo que atender listas de espera. Había nacido un mito y con él había renacido una marca que un lustro atrás estaba casi en el bancarrota.