lunes, 10 de septiembre de 2018

Alberto Górriz

Hay estampas que te marcan la vida. Pequeños objetos, sin más valor que el sentimental, que te hacen recordar siempre un momento, un instante, una situación. Cuando me hablan de Alberto Górriz, yo vuelvo a estar en la terraza de mi casa. Aquel cromo, tan deseado como imposible, apareció en el último sobre de la última compra del verano.

Yo era un niño común en la España de los ochenta. Bocadillo a media tarde y un rato de fútbol en la calle después de los deberes. En verano, como la mayoría de los niños del barrio, coleccionaba los cromos de la liga de fútbol. Las colecciones eran frustrantes porque, más allá de algún logro personal, generalmente el álbum quedaba muy lleno pero siempre incompleto. Eso fue así hasta la temporada 1988-89. Yo ya tenía doce años y mi habilidad para negociar había ido en aumento. Así, entre compras e intercambios, llegué al comienzo de temporada con todo mi álbum repleto excepto un sólo cromo; Alberto Górriz, defensa central de la Real Sociedad.

Aquello, desde luego, no parecía misión imposible. No era un último fichaje y no tenía por qué ser un cromo difícil de conseguir. Pero vaya si lo fue. Bajaba a la calle, cambiaba de barrio, iba de un parque a otro, y ningún niño tenía a Górriz. Llegué a ofrecer todo mi taco de cromos repetidos. Eran bastantes. Con muchos de ellos, para iniciar nuestra propia competición, confeccionábamos equipos de chapas haciendo el redondel con monedas de veinticinco pesetas. Pero esa es otra historia.

Mi historia termina una tarde finales de agosto. Mi padre me dio cien pesetas y yo compré cuatro sobres. No solían ser tan expléndidos nuestros progenitores, pero había días en los que les pillabas de buenas o simplemente ellos consideraban que te los habías ganado. Compré cuatro sobres pensando que serían los últimos del verano, que empezaría la liga y la colección terminaría. Y quedaría ese hueco en blanco correspondiente a Górriz, defensa central de la Real Sociedad. Pero Górriz apareció en el último de los sobres. Creo recordar que fue el segundo cromo, quizá el tercero. Recuerdo una sensación de júbilo contenido y una ilusión como recuerdo pocas. Los logros, en la infancia, se sienten el doble y se recuerdan el triple. Seguramente sea eso lo que me lleve a exagerar, pero aquel momento fue uno de los más felices de mi vida. Parece inexplicable, pero es así.

Y es que existen pequeñas estampas, pequeños momentos que nos marcan la memoria. Una fuente de agua en el parque para apagar la sed, un gol en el descampado contra la pandilla rival, un tebeo de Tintín en la biblioteca municipal y un último cromo para completar una colección. La infancia es el lugar de los sueños y la madurez es, simplemente, el lugar de los recuerdos.

jueves, 31 de mayo de 2018

El cuponazo


Durante un par de semanas, la televisión nos alertó con un anuncio sorpresivo. Cada vez que la película o el programa de turno se iban a publicidad, aparecía una interminable fila de personas que, esperando alguna novedad, iban esperando algún tipo de suceso. Lo que ocurría realmente, nos lo mostraron poco después. Fue el nacimiento del Cuponazo de la ONCE, un cupón diario en beneficio de la Organización de Ciegos, en el que se podían ganar premios que, en el momento, eran sorprendentes. Ante la novedad, la primera persona de la fila caía desmayada por la impresión y, en un efecto dominó que nos resultó divertido, iba tirando, una detrás de otra, a todas las personas de la fila. Recuerdo que, durante varios días, en el recreo del colegio, toda la clase nos poníamos en fila y jugábamos a tirarnos los unos a los otros igual que lo hacían los tipos del anuncio de la ONCE. Y al tiempo, tarareábamos "Es la ilusión de todos los días...".

miércoles, 18 de abril de 2018

Los payasos de la tele

- ¿Cómo están ustedes?

La pregunta, entonada en voz firme, casi cómica y con acento familiar, era repetida una y otra vez por cada uno de los mientros de la troupe. Los niños, entusiasmados en su particular grada de circo televisivo y ensimismados frente al televisor, respondían un sonoro "bieeeeeeeen" que repetían con firmeza después de cada pregunta.

La infancia es el lugar donde se gestan los sueños. La risa es el camino más sencillo hacia la ilusión. Durante años, estos cuatro tipos se presentaban cada semana ante nosotros con la intención de hacernos reír y de hacernos pensar. Nos enseñaron canciones, nos enseñaron frases, nos enseñaron lecciones.

Yo no conocí a Fofó, el verdadero padre televisivo de una generación de niños que creció soñando una España nueva. Mis recuerdos se pierden en el serio Gaby, el confuso Miliki, el torpe Fofito y el mudo Milikito. Este último, aquel personaje que aparecía con un cascabel y se hacía entender por señas, terminó convirtiéndose en magnate de la televisión. Emilio Aragón, el doctor Martín, para más señas.

Esa es otra historia de nuestra televisión. La de hoy nos evoca a una época donde aprendimos a soñar y, sobre todo, aprendimos a reir.

jueves, 19 de octubre de 2017

Pulgarcito




Una de las cosas que más me gustaban de ir a casa de mis tíos era que mi primo siempre tenía el último ejemplar de la revista “Pulgarcito”. En ella, se desgranaba, a través de varios cuentos dibujados en viñetas, las historias del pequeño Pulgarcito además de otras más que, a modo de acompañamiento, nos iban haciendo más amenos los ingenios del joven aventurero. De esta manera, conocíamos a tipos tan peculiares como Tete Cohete, el Repórter Tribulete, Los Pitufos, Pitagorín o el perro Lanitas. Todos, de una u otra manera, nos iban descubriendo nuevas maneras de vivir el mundo y, sobre todo, nuevas enseñanzas a la hora de afrontar los problemas. Huelga decir que cada vez que regresaba a casa de mis tíos, volvía a abrir el cajón y allí estaba, como siempre, esperándome, el último ejemplar de la revista “Pulgarcito”.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

El Tato Abadía

En tiempos de analogía y sueños de papel, los niños crecíamos en la calle, inventábamos juegos y, cuando llegaba el verano, coleccionábamos cromos. No era una tarea sencilla; en primer lugar había que contar con el beneplácito económico de nuestros padres. Los sobres costaban diez pesetas, pero sumando de diez en diez, la colección se podía marchar a un pico y no a todos los padres les hacía gracia lo que ellos consideraban un despilfarro. Y, en segundo lugar, había que hacer frente, con resignación, a la colección de cromos repetidos que salían, en bucle y sin parar, un sobre tras otro.

Por eso, era común ver a cualquier chaval del barrio con un enorme taco de cromos repetidos y abordándonos para comprobar si, entre los nuestros, había alguno de los que a él le faltaban para la colección. Al ritmo de "sile, sile, nole, nole", pasábamos los cromos con destreza e íbamos intercambiándonos postales con el fin de terminar de rellenar un álbum que, en la mayoría de las ocasiones, siempre terminaba con algún hueco vacío.

Entre las estampas había auténticos adonis y estrellas del balompié. Nos fascinaban los últimos fichajes y presumíamos de cromo si nos tocaban tipos como Butragueño, Futre o Lineker. Pero en aquel fútbol de los ochenta también había tipos de perfil bajo y aspecto bizarro. Los hombres que perdían el pelo no se rapaban la cabeza buscando metrosexualidad y donde hoy vemos barbas hipsters entonces había bigotes poblados y viriles. Eran futbolistas que se manchaban de barro y bebían cerveza después de los partidos. No les importaba carecer de abdominales porque sólo se preocupaban de llegar al balón antes que el rival.

Entre aquellos tipos feotes y chaparros, destacaba un centrocampista que se desenvolvía sobre la banda derecha del Logroñés. Abadía, apodado "El Tato", era un futbolista cumplidor de bigote negro, calvicie prominente y piernas arqueadas. Se manejaba de maravilla sobre el barro de Las Gaunas en invierno y era un soldado abnegado durante la larga temporada. Entre sus logros, guarda en la memoria, un tiro de volea en el Bernabéu que acabó en gol. El día que el Logroñés empató a dos en Chamartín y saltó la banca.

miércoles, 20 de julio de 2016

Emilio Butragueño


Generalmente, el fútbol español había estado trufado por tipos duros y de rictus serio. Tipos que no fiaban y que disparaban antes de preguntar. Bigotes hoscos, mandíbulas cuadradas, cejas rotas y algún diente perdido en el césped embarrado de algún estadio del norte. A medida que el fútbol anglosajón iba modernizando sus mitos, los nuestros seguían siendo tipos serios que se tomaban el fútbol como una cuestión de vida o muerte, ignorando que, como bien dijo Bill Shankly, es algo mucho más importante que todo eso.

En la primavera de 1983 debutó en Primera División y tipo antagónico. Era bajito, endeble, guapo y tímido. Parecía, a priori, que tenía todas las condiciones para fracasar, pero triunfó. Lideró, junto a una pandilla de amigos, el mejor equipo del Real Madrid en mucho tiempo y se convirtió en la punta de lanza de la selección Española. El chico, de apellido Butragueño y apodado "El Buitre", deslumbró al mundo durante una madrugada en la que nos mantuvo en vilo a los cuarenta millones de españoles. Era una tarde soleada en la ciudad mexicana de Querétaro y el chico le hizo cuatro goles a Dinamarca en el partido de octavos de final del campeonato del mundo.

No tardó en convertirse en icono pop y en el objeto de deseo de millones de jovencintas. Las madres le bautizaron como el yerno perfecto y los chicos, en el descampado, intentábamos imitar sus regates en seco. Muchos se cosían un número siete en una camiseta blanca y los que éramos del Atleti hubimos de sufrir sus genialidades durante más de un lustro. Tipos como él le cambiaron la cara al deporte español.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Superpop


Durante muchos años, la revista Superpop se convirtió en el semanario de cabecera de las adolescentes españolas. Con una portada donde, generalmente, se mostraba al hombre guapo del momento, la revista intentaba captar la atención de las chicas haciéndolas creer que siguiendo sus pasos conseguirian convertirse en las princesas que soñaron de niñas.

Lo que en principio nació como una revista musical se fue convirtiendo en un magacine de tinte sensacionalista donde con una portada con la foto del guapo oficial del momento, intentaban atraer a los adolescentes, siempre tan dados al fenómeno fan.

Con el tiempo, la tirada fue disminuyendo, hasta que la Superpop se convirtió en una imagen más dentro de la demografía agreste de cada kiosko. Pero atrás quedaban miles de poster en miles de habitaciones y cientos de test realizados por cientos de chicas dispuestas a perseguir una quimera.